Una novela para el siglo XXI
En este texto,
prólogo a la edición popular del Quijote de la Real Academia Española, Mario
Vargas Llosa vuelve a la novela que fundó nuestra modernidad narrativa y le da
carta de pertenencia en el siglo xxi, por su vigorosa novedad escritural, por
supuesto, pero también por su espíritu rebelde y libre.
Antes que
nada, Don
Quijote de la Mancha, la
inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón,
embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que,
acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las
veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y
candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido:
resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió)
de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles,
desfaciendo entuertos y haciendo reinar una justicia para los seres del común
que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las
novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos
libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la
realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes,
ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquéllos, ni la
guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un
puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas. Ahora, como se lamenta con
melancolía el propio Don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras,
la guerra no la deciden las espadas y las lanzas, es decir, el coraje y la
pericia del individuo, sino el tronar de los cañones y la pólvora, una
artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha volatilizado
aquellos códigos del honor individual y las proezas de los héroes que forjaron
las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante el Blanco y de un
Tristán de Leonis.
¿Significa esto que Don Quijote de la Mancha es un libro pasadista, que la
locura de Alonso Quijano nace de la desesperada nostalgia de un mundo que se
fue, de un rechazo visceral de la modernidad y el progreso? Eso sería cierto si
el mundo que el Quijote añora y se empeña en resucitar hubiera alguna vez
formado parte de la historia. En verdad, sólo existió en la imaginación, en las
leyendas y las utopías que fraguaron los seres humanos para huir de algún modo
de la inseguridad y el salvajismo en que vivían y para encontrar refugio en una
sociedad de orden, de honor, de principios, de justicieros y redentores
civiles, que los desagraviara de las violencias y sufrimientos que constituían
la vida verdadera para los hombres y las mujeres del Medievo.
La literatura caballeresca que hace perder los
sesos al Quijote —ésta es una expresión que hay que tomar en un sentido
metafórico más que literal— no es "realista", porque las delirantes
proezas de sus paladines no reflejan una realidad vivida. Pero ella es una
respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre todo, de
rechazo, a un mundo muy real en el que ocurría exactamente lo opuesto a ese
quehacer ceremonioso y elegante, a esa representación en la que siempre
triunfaba la justicia, y el delito y el mal merecían castigo y sanciones, en el
que vivían, sumidos en la zozobra y la desesperación, quienes leían (o
escuchaban leer en las tabernas y en las plazas) ávidamente las novelas de
caballerías.
Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en
Don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo
todavía mucho más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en
historia viva.
Este empeño, que parece un puro y simple dislate
a quienes rodean a Alonso Quijano, y sobre todo a sus amigos y conocidos de su
anónima aldea —el cura, el barbero Nicolás, el ama y su sobrina, el bachiller
Sansón Carrasco—, va, sin embargo, poco a poco, en el transcurso de la novela,
infiltrándose en la realidad, se diría que debido a la fanática convicción con
la que el Caballero de la Triste Figura lo impone a su alrededor, sin
arredrarlo en absoluto las palizas y los golpes y las desventuras que por ello
recibe por doquier. En su espléndida interpretación de la novela, Martín de
Riquer1 insiste en que, de principio a fin de su larga
peripecia, Don Quijote no cambia, se repite una y otra vez, sin que vacile
nunca su certeza de que son los encantadores los que trastocan la realidad para
que él parezca equivocarse cuando ataca molinos de viento, odres de vino,
carneros o peregrinos creyéndolos gigantes o enemigos. Eso es, sin duda,
cierto. Pero, aunque el Quijote no cambia, encarcelado como está en su rígida
visión caballeresca del mundo, lo que sí va cambiando es su entorno, las
personas que lo circundan y la propia realidad que, como contagiada de su
poderosa locura, se va desrealizando poco a poco hasta —como en un cuento
borgesiano— convertirse en ficción. Éste es uno de los aspectos más sutiles y
también más modernos de la gran novela cervantina.
La ficción y la vida
El gran tema de Don Quijote de la Mancha es la ficción, su razón de ser, y
la manera como ella, al infiltrarse en la vida, la va modelando, transformando.
Así, lo que parece a muchos lectores modernos el tema "borgesiano"
por antonomasia —el de Tlon, Uqbar, Orbis Tertius— es, en verdad, un tema
cervantino que, siglos después, Borges resucitó, imprimiéndole un sello
personal.
La ficción es un asunto central de la novela,
porque el hidalgo manchego que es su protagonista ha sido
"desquiciado" —también en su locura hay que ver una alegoría o un
símbolo antes que un diagnóstico clínico— por las fantasías de los libros de
caballerías, y, creyendo que el mundo es como lo describen las novelas de
Amadises y Palmerines, se lanza a él en busca de unas aventuras que vivirá de
manera paródica, provocando y padeciendo pequeñas catástrofes. Él no saca de
esas malas experiencias una lección de realismo. Con la inconmovible fe de los
fanáticos, atribuye a malvados encantadores que sus hazañas tornen siempre a
desnaturalizarse y convertirse en farsas. Al final, termina por salirse con la
suya. La ficción va contaminando lo vivido y la realidad se va gradualmente
plegando a las excentricidades y fantasías de Don Quijote. El propio Sancho
Panza, a quien en los primeros capítulos de la historia se nos presenta como un
ser terrícola, materialista y pragmático a más no poder, lo vemos, en la
segunda parte, sucumbiendo también a los encantos de la fantasía, y, cuando
ejerce la gobernación de la ínsula Barataria, acomodándose de buena gana al
mundo del embeleco y la ilusión. Su lenguaje, que al principio de la historia
es chusco, directo y popular, en la segunda parte se refina y hay episodios en
que suena tan amanerado como el de su propio amo.
¿No es ficción la estratagema de que se vale el
pobre Basilio para recuperar a la hermosa Quiteria, impedir que se case con el
rico Camacho y lo haga más bien con él? (i, 19 a 21) Basilio se
"suicida" en plenos preparativos de las bodas, clavándose un estoque
y bañándose en sangre. Y, en plena agonía, pide a Quiteria que, antes de morir,
le dé su mano, o morirá sin confesarse. Apenas lo hace Quiteria, Basilio
resucita, revelando que su suicidio era teatro, y que la sangre que vertió la
llevaba escondida en un pequeño canutillo. La ficción tiene efecto, sin
embargo, y, con la ayuda de Don Quijote, se convierte en realidad, pues Basilio
y Quiteria unen sus vidas.
Los amigos del pueblo de Don Quijote, tan
adversos a las novelerías literarias que hacen una quema inquisitorial de su
biblioteca, con el pretexto de curar a Alonso Quijano de su locura recurren a
la ficción: urden y protagonizan representaciones para devolver al Caballero de
la Triste Figura a la cordura y al mundo real. Pero, en verdad, consiguen lo
contrario: que la ficción comience a devorar la realidad. El bachiller Sansón
Carrasco se disfraza dos veces de caballero andante, primero bajo el seudónimo
del Caballero de los Espejos, y, tres meses después, en Barcelona, como el
Caballero de la Blanca Luna. La primera vez el embauque resulta
contraproducente, pues es el Quijote quien se sale con la suya; la segunda, en
cambio, logra su propósito, derrota a aquél y le hace prometer que renunciará
por un año a las armas y volverá a su aldea, con lo que la historia se encamina
hacia su desenlace.
Este final es un anticlímax un tanto deprimente y
forzado, y, tal vez por ello, Cervantes lo despachó rápidamente, en unas pocas
páginas, porque hay algo irregular, incluso irreal, en que don Alonso Quijano
renuncie a la "locura" y vuelva a la realidad cuando ésta, en torno
suyo, ha mudado ya, en buena parte, en ficción, como lo muestra el lloroso
Sancho Panza (el hombre de la realidad) exhortando a su amo, junto a la cama en
que éste agoniza, a que "no se muera" y más bien se levante "y
vámonos al campo vestidos de pastores" a interpretar en la vida real esa
ficción pastoril que es la última fantasía de Don Quijote (ii, 74).
Ese proceso de ficcionalización de la realidad
alcanza su apogeo con la aparición de los misteriosos Duques sin nombre, que, a
partir del capítulo 31 de la segunda parte, aceleran y multiplican las mudanzas
de los hechos de la vida diaria en fantasías teatrales y novelescas. Los Duques
han leído la primera parte de la historia, al igual que muchos otros
personajes, y cuando encuentran al Quijote y a Sancho Panza se hallan tan
seducidos por la novela como aquél por los libros de caballerías. Y, entonces,
disponen que en su castillo la vida se vuelva ficción, que todo en ella reproduzca
esa irrealidad en la que vive sumido Don Quijote. Por muchos capítulos, la
ficción suplantará a la vida, volviéndose ésta fantasía, sueño realizado,
literatura vivida. Los Duques lo hacen con la intención egoísta y algo
despótica de divertirse a costa del loco y su escudero; eso creen ellos, al
menos. Lo cierto es que el juego los va corrompiendo, absorbiendo, al extremo
de que, más tarde, cuando Don Quijote y Sancho parten rumbo a Zaragoza, los
Duques no se conforman y movilizan a sus criados y soldados por toda la comarca
hasta encontrarlos y traerlos de nuevo al castillo, donde han montado la
fabulosa ceremonia fúnebre y la supuesta resurrección de Altisidora. En el
mundo de los Duques, Don Quijote deja de ser un excéntrico, está como en su casa
porque todo lo que lo rodea es ficción, desde la ínsula Barataria donde por fin
realiza Sancho Panza su anhelo de ser gobernador, hasta el vuelo por el aire
montado en Clavileño, ese artificial cuadrúpedo escoltado por grandes fuelles
para simular los vientos en los que el gran manchego galopa por las nubes de la
ilusión.
Al igual que los Duques, otro poderoso de la
novela, don Antonio Moreno, que aloja y agasaja al Quijote en la ciudad de
Barcelona, monta también espectáculos que desrealizan la realidad. Por ejemplo,
tiene en su casa una cabeza encantada, de bronce, que responde a las preguntas
que se le formulan, pues conoce el futuro y el pasado de las gentes. El
narrador explica que se trata de un "artificio", que la supuesta
adivinadora es una máquina hueca desde cuyo interior un estudiante responde a
las preguntas. ¿No es esto vivir la ficción, teatralizar la vida, como lo hace
Don Quijote, aunque con menos ingenuidad y más malicia que éste?
Durante su estancia en Barcelona, cuando su
huésped don Antonio Moreno está paseando a Don Quijote por la ciudad (con un
rótulo a la espalda que lo identifica), le sale al paso un castellano que
apostrofa así al Ingenioso Hidalgo: "Tú eres loco... [y] tienes la
propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican"
(ii, 62). El castellano tiene razón: la locura de Don Quijote —su hambre de
irrealidad— es contagiosa y ha propagado en torno suyo el apetito de ficción
que lo posee.
Esto explica la floración de historias, la selva
de cuentos y novelas que es Don Quijote de la Mancha. No sólo el escurridizo Cidi
Hamete Benengeli, el otro narrador de la novela, que se jacta de ser apenas el
transcriptor y traductor de aquél (aunque, en verdad, es también su editor,
anotador y comentarista): delatan esa pasión por la vida fantaseada de la
literatura, incorporando a la historia principal de Don Quijote y Sancho,
historias adventicias, como la de El curioso impertinente y la de Cardenio y Dorotea.
También los personajes participan de esa propensión o vicio narrativo que los
lleva, como a la bella morisca, o al caballero del Verde Gabán, o a la infanta
Micomicona, a contar historias ciertas o inventadas, lo que va creando, en el
curso de la novela, un paisaje hecho de palabras y de imaginación que se
superpone, hasta abolirlo por momentos, al otro, ese paisaje natural tan poco
realista, tan resumido en formas tópicas y de retórica convencional. Don Quijote de la Mancha es una novela sobre la ficción en
la que la vida imaginaria está por todas partes, en las peripecias, en las
bocas y hasta en el aire que respiran los personajes.
Una novela de hombres libres
Al mismo tiempo que una novela sobre la ficción,
el Quijote es un canto a la libertad. Conviene detenerse un momento a
reflexionar sobre la famosísima frase de Don Quijote a Sancho Panza: "La
libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron
los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni
el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe
aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede
venir a los hombres" (ii, 58).
Detrás de la frase, y del personaje de ficción
que la pronuncia, asoma la silueta del propio Miguel de Cervantes, que sabía
muy bien de lo que hablaba. Los cinco años que pasó cautivo de los moros en
Argel, y las tres veces que estuvo en la cárcel en España por deudas y
acusaciones de malos manejos cuando era inspector de contribuciones en
Andalucía para la Armada, debían de haber aguzado en él, como en pocos, un
apetito de libertad, y un horror a la falta de ella, que impregna de
autenticidad y fuerza a aquella frase y da un particular sesgo libertario a la
historia del Ingenioso Hidalgo.
¿Qué idea de la libertad se hace Don Quijote? La
misma que, a partir del siglo xviii, se harán en Europa los llamados liberales:
la libertad es la soberanía de un individuo para decidir su vida sin presiones
ni condicionamientos, en exclusiva función de su inteligencia y voluntad. Es
decir, lo que varios siglos más tarde, un Isaiah Berlin definiría como
"libertad negativa", la de estar libre de interferencias y coacciones
para pensar, expresarse y actuar. Lo que anida en el corazón de esta idea de la
libertad es una desconfianza profunda de la autoridad, de los desafueros que
puede cometer el poder, todo poder.
Recordemos que el Quijote pronuncia esta alabanza
exaltada de la libertad apenas parte de los dominios de los anónimos Duques,
donde ha sido tratado a cuerpo de rey por ese exuberante señor del castillo, la
encarnación misma del poder. Pero, en los halagos y mimos de que fue objeto, el
Ingenioso Hidalgo percibió un invisible corsé que amenazaba y rebajaba su
libertad "porque no lo gozaba con la libertad que lo gozaría si (los
regalos y la abundancia que se volcaron sobre él) fueran míos". El
supuesto de esta afirmación es que el fundamento de la libertad es la propiedad
privada, y que el verdadero gozo sólo es completo si, al gozar, una persona no
ve recortada su capacidad de iniciativa, su libertad de pensar y de actuar.
Porque "las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
recibidos son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a
quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo
a otro que al mismo cielo!" No puede ser más claro: la libertad es
individual y requiere un nivel mínimo de prosperidad para ser real. Porque
quien es pobre y depende de la dádiva o la caridad para sobrevivir, nunca es
totalmente libre. Es verdad que hubo una antiquísima época, como recuerda el
Quijote a los pasmados cabreros en su discurso sobre la Edad de Oro (i, ii) en
que "la virtud y la bondad imperaban en el mundo", y que en esa
paradisíaca edad, anterior a la propiedad privada, "los que en ella vivían
ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío" y eran "todas las cosas
comunes". Pero, luego, la historia cambió, y llegaron "nuestros
detestables siglos", en los que, a fin de que hubiera seguridad y
justicia, "se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender
a las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y
menesterosos".
El Quijote no cree que la justicia, el orden
social, el progreso, sean funciones de la autoridad, sino obra del quehacer de
individuos que, como sus modelos, los caballeros andantes, y él mismo, se hayan
echado sobre los hombros la tarea de hacer menos injusto y más libre y próspero
el mundo en el que viven. Eso es el caballero andante: un individuo que,
motivado por una vocación generosa, se lanza por los caminos, a buscar remedio
para todo lo que anda mal en el planeta. La autoridad, cuando aparece, en vez
de facilitarle la tarea, se la dificulta.
¿Dónde está la autoridad, en la España que
recorre el Quijote a lo largo de sus tres viajes? Tenemos que salir de la
novela para saber que el rey de España al que se alude algunas veces es Felipe
iii, porque, dentro de la ficción, salvo contadísimas y fugaces apariciones,
como la que hace el gobernador de Barcelona mientras Don Quijote visita el
puerto de esa ciudad, las autoridades brillan por su ausencia. Y las
instituciones que la encarnan, como la Santa Hermandad, cuerpo de justicia en
el mundo rural, de la que se tiene anuncios durante las correrías de Don
Quijote y Sancho, son mencionadas más bien como algo lejano, oscuro y
peligroso.
Don Quijote no tiene el menor reparo en
enfrentarse a la autoridad y en desafiar las leyes cuando éstas chocan con su
propia concepción de la justicia y de la libertad. En su primera salida, se
enfrenta al rico Juan Haldudo, un vecino del Quintanar, que está azotando a uno
de sus mozos porque le pierde sus ovejas, algo a lo que, según las bárbaras
costumbres de la época, tenía perfecto derecho. Pero este derecho es
intolerable para el manchego, que rescata al mozo reparando así lo que cree un
abuso (apenas parte, Juan Haldudo, pese a sus promesas en contrario, vuelve a
azotar a Andrés hasta dejarlo moribundo) (i, 4). Como en éste, la novela está
llena de episodios donde la visión individualista y libérrima de la justicia
lleva al temerario hidalgo a desacatar los poderes, las leyes y los usos
establecidos, en nombre de lo que es para él un imperativo moral superior.
La aventura donde Don Quijote lleva su espíritu
libertario a un extremo poco menos que suicida —delatando que su idea de la
libertad anticipa también algunos aspectos de la de los pensadores anarquistas
de dos siglos más tarde— es una de las más célebres de la novela: la liberación
de los doce delincuentes, entre ellos el siniestro Ginés de Pasamonte, el
futuro maese Pedro, que fuerza el Ingenioso Hidalgo, pese a estar perfectamente
consciente, por boca de ellos mismos, que se trata de rufiancillos condenados
por sus fechorías a ir a remar a las galeras del rey. Las razones que aduce
para su abierto desafío a la autoridad —"no es bien que los hombres
honrados sean verdugos de los otros hombres"— disimulan apenas, en su
vaguedad, las verdaderas motivaciones que transpiran de una conducta que, en
este tema, es de una gran coherencia a lo largo de toda la novela: su desmedido
amor a la libertad, que él, si hay que elegir, antepone incluso a la justicia,
y su profundo recelo de la autoridad, que, para él, no es garantía de lo que
llama de manera ambigua "la justicia distributiva", expresión en la
que hay que entrever un anhelo igualitarista que contrapesa por momentos su
ideal libertario.
En este episodio, como para que no quede la menor
duda de lo insumiso y libre que es su pensamiento, el Quijote hace un elogio
del "oficio del alcahuete", "oficio de discretos y necesarísimo
en la república bien ordenada", indignado de que se haya condenado a
galeras por ejercerlo a un viejo que, a su juicio, por practicar la tercería
debería más bien haber sido enviado "a mandallas y a ser general de
ellas" (i, 22).
Quien se atrevía a rebelarse de manera tan
manifiesta contra la corrección política y moral imperante, era un
"loco" sui géneris, que, no sólo cuando hablaba de las novelas de
caballerías decía y hacía cosas que cuestionaban las raíces de la sociedad en
que vivía.
Las patrias del Quijote
¿Cuál es la imagen de España que se levanta de
las páginas de la novela cervantina? La de un mundo vasto y diverso, sin
fronteras geográficas, constituido por un archipiélago de comunidades, aldeas y
pueblos, a los que los personajes dan el nombre de "patrias". Es una
imagen muy semejante a aquella que las novelas de caballerías trazan de los
imperios o reinos donde suceden, ese género que supuestamente Cervantes quiso
ridiculizar con Don Quijote de la Mancha(más bien, le rindió un soberbio
homenaje y una de sus grandes proezas literarias consistió en actualizarlo,
rescatando de él, mediante el juego y el humor, todo lo que en la narrativa
caballeresca podía sobrevivir y aclimatarse a los valores sociales y artísticos
de una época, el siglo xvii, muy distinta de aquella en la que había nacido).
A lo largo de sus tres salidas, el Quijote
recorre la Mancha y parte de Aragón y Cataluña, pero, por la procedencia de
muchos personajes y referencias a lugares y cosas en el curso de la narración y
de los diálogos, España aparece como un espacio mucho más vasto, cohesionado en
su diversidad geográfica y cultural y de unas inciertas fronteras que parecen
definirse en función no de territorios y demarcaciones administrativas, sino
religiosas: España termina en aquellos límites vagos, y concretamente marinos,
donde comienzan los dominios del moro, el enemigo religioso. Pero, al mismo
tiempo que España es el contexto y horizonte plural e insoslayable de la
relativamente pequeña geografía que recorren Don Quijote y Sancho Panza, lo que
resalta y se exhibe con gran color y simpatía es la "patria", ese
espacio concreto y humano, que la memoria puede abarcar, un paisaje, unas
gentes, unos usos y costumbres que el hombre y la mujer conservan en sus
recuerdos como un patrimonio personal y que son sus mejores credenciales. Los
personajes de la novela viajan por el mundo, se podría decir, con sus pueblos y
aldeas a cuestas. Se presentan dando esa referencia sobre ellos mismos, su
"patria", y todos recuerdan esas pequeñas comunidades donde han
dejado amores, amigos, familias, viviendas y animales, con irreprimible
nostalgia. Cuando, al cabo del tercer viaje, después de tantas aventuras,
Sancho Panza divisa su aldea, cae de rodillas, conmovido, y exclama: "Abre
los ojos, deseada patria, y mira que vuelve Sancho Panza tu hijo..." (ii,
72).
Como, con el paso del tiempo, esta idea de
"patria" iría desmaterializándose y acercándose cada vez más a la
idea de nación (que sólo nace en el siglo xix) hasta confundirse con ella,
conviene precisar que las "patrias" del Quijote no tienen nada que
ver, y son más bien írritas, a ese concepto abstracto, general, esquemático y
esencialmente político, que es el de nación y que está en la raíz de todos los
nacionalismos, una ideología colectivista que pretende definir a los individuos
por su pertenencia a un conglomerado humano al que ciertos rasgos
característicos —la raza, la lengua, la religión— habrían impuesto una
personalidad específica y diferenciable de las otras. Esta concepción está en
las antípodas del individualismo exaltado del que hace gala Don Quijote y
quienes lo acompañan en la novela de Cervantes, un mundo en el que el
"patriotismo" es un sentimiento generoso y positivo, de amor al
terruño y a los suyos, a la memoria y al pasado familiar, y no una manera de
diferenciarse, excluirse y elevar fronteras contra los "otros". La
España del Quijote no tiene fronteras y es un mundo plural y abigarrado, de
incontables patrias, que se abre al mundo de afuera y se confunde con él a la
vez que abre sus puertas a los que vienen a ella de otros lares, siempre y
cuando lo hagan en son de paz, y salven de algún modo el escollo (insuperable
para la mentalidad contrarreformista de la época) de la religión (es decir,
convirtiéndose al cristianismo).
Un libro moderno
La modernidad del Quijote está en el espíritu
rebelde, justiciero, que lleva al personaje a asumir como su responsabilidad
personal cambiar el mundo para mejor, aun cuando, tratando de ponerla en
práctica, se equivoque, se estrelle contra obstáculos insalvables y sea
golpeado, vejado y convertido en objeto de irrisión. Pero también es una novela
de actualidad porque Cervantes, para contar la gesta quijotesca, revolucionó las
formas narrativas de su tiempo y sentó las bases sobre las que nacería la
novela moderna. Aunque no lo sepan, los novelistas contemporáneos que juegan
con la forma, distorsionan el tiempo, barajan y enredan los puntos de vista y
experimentan con el lenguaje, son todos deudores de Cervantes.
Esta revolución formal que significó El Quijote ha sido estudiada y analizada
desde todos los puntos de vista posibles, y, sin embargo, como ocurre con las
obras maestras paradigmáticas, nunca se agota, porque, al igual que el Hamlet, o La Divina Comedia, o la Ilíada y la Odisea, ella evoluciona con el paso del
tiempo y se recrea a sí misma en función de las estéticas y los valores que
cada cultura privilegia, revelando que es una verdadera caverna de Alí Babá, cuyos
tesoros nunca se extinguen.
Tal vez el aspecto más innovador de la forma
narrativa en El Quijotesea la manera como Cervantes encaró el problema del
narrador, el problema básico que debe resolver todo aquel que se dispone a
escribir una novela: ¿quién va a contar la historia? La respuesta que Cervantes
dio a esta pregunta inauguró una sutileza y complejidad en el género que
todavía sigue enriqueciendo a los novelistas modernos y fue para su época lo
que, para la nuestra, fueron el Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido de Proust, o, en el ámbito de la
literatura hispanoamericana, Cien años de soledad de García Márquez o Rayuela de Cortázar.
¿Quién cuenta la historia de Don Quijote y Sancho
Panza? Dos narradores: el misterioso Cidi Hamete Benengeli, a quien nunca
leemos directamente, pues su manuscrito original está en árabe, y un narrador
anónimo, que habla a veces en primera persona pero más frecuentemente desde la
tercera de los narradores omniscientes, quien, supuestamente, traduce al
español y, al mismo tiempo, adapta, edita y a veces comenta el manuscrito de
aquél. Ésta es una estructura de caja china: la historia que los lectores leemos
está contenida dentro de otra, anterior y más amplia, que sólo podemos
adivinar. La existencia de estos dos narradores introduce en la historia una
ambigüedad y un elemento de incertidumbre sobre aquella "otra"
historia, la de Cidi Hamete Benengeli, algo que impregna a las aventuras de Don
Quijote y Sancho Panza de un sutil relativismo, de un aura de subjetividad, que
contribuye de manera decisiva a darle autonomía, soberanía y una personalidad
original.
Pero estos dos narradores, y su delicada dialéctica,
no son los únicos que cuentan en esta novela de cuentistas y relatores
compulsivos: muchos personajes los sustituyen, como hemos visto, refiriendo sus
propios percances o los ajenos en episodios que son otras tantas cajas chinas
más pequeñas contenidas en ese vasto universo de ficción lleno de ficciones
particulares que es Don Quijote de la Mancha.
Aprovechando lo que era un tópico de la novela de
caballerías (muchas de ellas eran supuestos manuscritos encontrados en sitios
exóticos y estrafalarios), Cervantes hizo de Cidi Hamete Benengeli un
dispositivo que introducía la ambigüedad y el juego como rasgos centrales de la
estructura narrativa.
Y también produjo trascendentales innovaciones en
el otro asunto capital de la forma novelesca, además del narrador: el tiempo
narrativo.
Los tiempos del Quijote
Como el narrador, el tiempo es también en toda
novela un artificio, una invención, algo fabricado en función de las
necesidades de la anécdota y nunca una mera reproducción o reflejo del tiempo
"real".
En el Quijote hay varios tiempos que,
entreverados con maestría, inyectan a la novela ese aire de mundo
independiente, ese rasgo de autosuficiencia, que es determinante para dotarla
de poder de persuasión. Hay, de un lado, el tiempo en el que se mueven los
personajes de la historia, y que abarca, más o menos, un poco más de medio año,
pues los tres viajes del Quijote duran, el primero, tres días, el segundo un
par de meses y el tercero unos cuatro meses. A este período hay que sumar dos
intervalos entre viaje y viaje (el segundo, de un mes) que el Quijote pasa en
su aldea, y los días finales, hasta su muerte. En total, unos siete u ocho
meses.
Ahora bien, en la novela ocurren episodios que,
por su naturaleza, alargan considerablemente el tiempo narrativo, hacia el
pasado y hacia el futuro. Muchos de los sucesos que conocemos a lo largo de la
historia, han sucedido ya, antes de que empiece, y nos enteramos de ellos por
testimonios de testigos o protagonistas, y a muchos de ellos los vemos concluir
en lo que sería el "presente" de la novela.
Pero el hecho más notable y sorprendente del
tiempo narrativo es que muchos personajes de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, como es el caso de los Duques,
han leído la primera. Así nos enteramos de que existe otra realidad, otros
tiempos, ajenos al novelesco, al de la ficción, en los que el Quijote y Sancho
Panza existen como personajes de un libro, en lectores que están, algunos
dentro, y otros, "fuera" de la historia, como es el caso de nosotros,
los lectores de la actualidad. Esta pequeña estratagema, en la que hay que ver
algo mucho más audaz que un simple juego de ilusionismo literario, tiene
consecuencias trascendentales para la estructura novelesca. Por una parte,
expande y multiplica el tiempo de la ficción, la que queda —otra vez una caja
china— encerrada dentro de un universo más amplio, en el que Don Quijote,
Sancho y demás personajes ya han vivido y sido convertidos en héroes de un
libro y llegado al corazón y a la memoria de los lectores de esa
"otra" realidad, que no es exactamente aquella que estamos leyendo,
y, que contiene a ésta, así como en las cajas chinas la más grande contiene a
otra más pequeña, y ésta a otra, en un proceso que, en teoría, podría ser infinito.
Éste es un juego divertido y, a la vez,
inquietante, que, a la vez que permite enriquecer la historia con episodios
como los que fraguan los Duques (conocedores por el libro que han leído de las
manías y obsesiones de Don Quijote), tiene también la virtud de ilustrar de
manera muy gráfica y amena, las complejas relaciones entre la ficción y la
vida, la manera como ésta produce ficciones y éstas, luego, revierten sobre la
vida animándola, cambiándola, añadiéndole color, aventura, emociones, risa,
pasiones y sorpresas.
Las relaciones entre la ficción y la vida, tema
recurrente de la literatura clásica y moderna, se manifiestan en la novela de
Cervantes de una manera que anticipa las grandes aventuras literarias del siglo
xx, en las que la exploración de los maleficios de la forma narrativa —el
lenguaje, el tiempo, los personajes, los puntos de vista y la función del
narrador— tentará a los mejores novelistas.
Además de éstas y otras muchas razones, la
perennidad del Quijote se debe asimismo a la elegancia y potencia de su estilo,
en el que la lengua española alcanzó uno de sus más altos vértices. Habría que
hablar, tal vez, no de uno, sino de los varios estilos en que está escrita la
novela. Hay dos que se distinguen nítidamente y que, como la materia novelesca,
corresponden a los dos términos o caras de la realidad por las que transcurre
la historia: el "real" y el ficticio. En los cuentos e historias
intercalados el lenguaje es mucho más engolado y retórico que en la historia
central en la que el Quijote, Sancho, el cura, el barbero y demás aldeanos
hablan de una manera más natural y sencilla. En tanto que en las historias
añadidas el narrador utiliza un lenguaje más afectado —más literario— con lo
que consigue un efecto distanciador e irrealizante. Estas diferencias se dan,
también, en las frases que salen de las bocas de los personajes, según la
condición social, grado de educación y oficio del hablante. Incluso entre los
personajes del sector más popular, las diferencias son notorias según hable un
aldeano de vida elemental, que se expresa con gran transparencia, o lo haga un
galeote, un rufiancillo de ciudad, que se vale de la germanía, como los
galeotes cuya jerga delincuencial resulta a ratos totalmente incomprensible
para Don Quijote. Éste no tiene una sola manera de expresarse. Como Don
Quijote, según el narrador, sólo "izquierdeaba" (exageraba o
desvariaba) con los temas caballerescos, al tocar otros asuntos habla con
precisión y objetividad, buen juicio y sensatez, en tanto que, cuanto aparecen
aquellos en su boca, ésta torna a ser un surtidor de tópicos literarios,
rebuscamientos eruditos, referencias literarias y fantásticos delirios. No
menos variable es el lenguaje de Sancho Panza, quien, ya lo hemos visto, cambia
de manera de hablar a lo largo de la historia, desde ese lenguaje sabroso,
rebosante de vida, cuajado de refranes y dichos que expresan todos el acervo de
la sabiduría popular, al retorcido y engalanado del final, que ha adquirido por
la vecindad de su amo, y que es como una risueña parodia de la parodia que es
en sí misma la lengua del Quijote. A Cervantes debería corresponder por eso,
más que a Sansón Carrasco, el apodo del Caballero de los Espejos, porque Don Quijote de la Mancha es un verdadero laberinto de
espejos donde todo, los personajes, la forma artística, la anécdota, los
estilos, se desdobla y multiplica, en imágenes que expresan en toda su infinita
sutileza y diversidad la vida humana.
Por eso, esa pareja es inmortal y cuatro siglos
después de venida al mundo en la pluma de Cervantes, sigue cabalgando, sin
tregua ni desánimo. En la Mancha, en Aragón, en Cataluña, en Europa, en
América, en el mundo. Ahí están todavía, llueva, ruja el trueno, queme el sol,
o destellen las estrellas en el gran silencio de la noche polar, o en el
desierto, o en la maraña de las selvas, discutiendo, viendo y entendiendo cosas
distintas en todo lo que encuentran y escuchan, pero, pese a disentir tanto,
necesitándose cada vez más, indisolublemente unidos en esa extraña alianza que
es la del sueño y la vigilia, lo real y lo ideal, la vida y la muerte, el
espíritu y la carne, la ficción y la vida. En la historia literaria ellos son
dos figuras inconfundibles, la una alargada y aérea como una ojiva gótica y la
otra espesa y chaparra como el chanchito de la suerte, dos actitudes, dos
ambiciones, dos visiones. Pero, a la distancia, en nuestra memoria de lectores
de su epopeya novelesca, ellas se juntan y se funden y son "una sola
sombra", como la pareja del poema de José Asunción Silva, que retrata en
toda su contradictoria y fascinante verdad la condición humana. -