El
viaje a la ficción – Mario Vargas Llosa
…La
literatura es una hija tardía de ese quehacer primitivo, inventar y
contar historias, que humanizó a la especie, la refinó, convirtió
el acto instintivo de la reproducción en fuente de placer y en
ceremonia artística —el erotismo— y disparó a los humanos por
la ruta de la civilización, una forma sutil y elevada que sólo fue
posible con la escritura, que aparece en la historia muchos miles de
años después de los lenguajes. ¿Alteró sustancialmente la
escritura —la literatura— el viaje a la ficción que emprendían
juntos los primitivos cada vez que se reunían a oír contar
historias a sus contadores de cuentos? Esencialmente, no. La
escritura dio a las historias una forma más ceñida y cuidada, y las
hizo más personales, complejas y elaboradas, diversificándolas,
sutilizándolas hasta dotar a algunas de ellas de dificultades que
las volvían inaccesibles al lector común y corriente, algo que de
por sí era inconcebible en el género de ficciones orales dirigidas
al conjunto de la comunidad….
Pero,
descontando las variantes formales y la metamorfosis a que está
sometida inevitablemente la literatura oral, hay una inequívoca
línea de continuidad entre aquélla y la escrita, entre la ficción
contada y escuchada y la leída, por lo menos en lo que ambas
representan en su origen y designio: un movimiento mental del
desvalido ser humano para salir de la jaula en que transcurre su vida
y alcanzar una libertad e iniciativa que lo hace escapar del espacio
y del tiempo en que transcurre su existencia, y extiende y profundiza
sus experiencias haciéndolo vivir, como en una metamorfosis mágica,
otras acciones, aventuras, pasiones ,y le permite adueñarse de toda
clase de destinos, aun los más estrafalarios y riesgosos, que las
ficciones bien concebidas y contadas —las ficciones
persuasivas—,oídas o leídas, incorporan a sus vidas.
Esta
vida de mentiras que es la ficción, que vivimos cuando viajamos,
solos o acompañados (escuchando a los habladores o leyendo a
cuentistas y novelistas), hacia esos universos creados por la
imaginación y los apetitos humanos, no debe ser considerada una mera
réplica de la vida de verdad, la vida objetivamente vivida, aunque
ésta sea la tendencia con que suelen estudiarla los científicos
sociales que, valiéndose de la literatura oral y escrita, ven en
ésta un documento sociológico e histórico para conocer las
intimidades de una sociedad. En verdad, la ficción no es la vida
sino una réplica a la vida que la fantasía de los seres humanos ha
construido añadiéndole algo que la vida no tiene, un complemento o
dimensión que es precisamente lo ficticio de la ficción, lo
propiamente novelesco de la novela, aquello de lo que la vida real
carece, pero que deseábamos que tuviera —por ejemplo un orden, un
principio y un fin, una coherencia y mil cosas más— y para poder
tenerlo debimos inventarlo a fin de vivirlo en el sueño lúcido en
el que se viven las ficciones.
Es
un error creer que soñamos y fantaseamos de la misma manera que
vivimos. Por el contrario, fantaseamos y soñamos lo que no vivimos,
porque no lo vivimos y quisiéramos vivirlo. Por eso lo inventamos:
para vivirlo de a mentiras, gracias a los espejismos seductores de
quien nos cuenta las ficciones. Esa otra vida, de mentiras, que nos
acompaña desde que iniciamos el largo peregrinaje que es la historia
humana, no nos refleja como un espejo fiel, sino como un espejo
mágico, que, penetrando nuestras apariencias, mostraría nuestra
vida recóndita, la de nuestros instintos, apetitos y deseos ,la de
nuestros temores y fobias, la de los fantasmas que nos habitan. Todo
eso somos también nosotros, pero lo disimulamos y negamos en nuestra
vida pública, gracias a lo cual es posible la convivencia y la vida
social, a la que tantas cosas debemos sacrificar para que la
comunidad civilizada no estalle en caos, libertinaje y violencia.
Pero esa otra vida negada y reprimida que es también nuestra sale
siempre a flote y de alguna manera la vivimos en las historias que
nos subyugan, no sólo porque están bien contadas, sino acaso sobre
todo porque gracias a ellas nos reencontramos con la parte perdida
—Georges Bataille la llamaba la «parte maldita»— de nuestra
personalidad.
A
la vez que sirvió para que con ella aplacáramos nuestros miedos y
deseos, la ficción nos hizo más inconformes y ambiciosos y dio un
sentido trascendente a nuestra libertad, al hacer nacer en nosotros
la voluntad de vivir de manera distinta a la que nuestra
circunstancia nos obliga. Por eso, aunque en el milenario transcurrir
del acontecer humano nos hemos ido despojando de tantas cosas
—prejuicios, tabúes, miedos, costumbres, creencias, dioses y
demonios que eran otros tantos obstáculos para poder alcanzar nuevas
cimas de progreso y civilización—, hemos seguido siendo fieles a
ese antiguo rito que, para fortuna nuestra, comenzaron a practicar
los ancestros en el principio de la historia: soñar juntos,
convocados por las palabras de otro soñador—hablador, cuentista,
juglar, trovero, dramaturgo o novelista—, para de este modo
conjurar nuestros miedos y escapar a nuestras frustraciones, realizar
nuestros anhelos recónditos, burlar a la vejez y vencer a la muerte,
y vivir el amor, la piedad, la crueldad y los excesos que nos
reclaman los ángeles y demonios que arrastramos con nosotros,
multiplicando de esta manera nuestras vidas al calor del fuego que
chisporrotea de esa otra vida, impalpable, hechiza e imprescindible
que es la ficción…junto a la vida verdadera, los seres humanos
hemos venido construyendo una vida paralela, de palabras e imágenes
tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar
de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros
sueños opone la vida tal como es…(Págs. 27 a 32)