O'NEILL
Y SU SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA
Selección
de fragmentos del Prólogo de León Mirlas a “O’Neill. Teatro Escogido” de la
Biblioteca Premios Nobel de Editorial Aguilar. Segunda Edición – 1963.
O'Neill, uno de los dramaturgos más
representativos de nuestro tiempo, hito en que confluyen
el ayer y el mañana del teatro contemporáneo,
figura entre los artistas que más merecidamente concitan la atención del
público. Todo ejerce en sus obras una extraña fascinación: su fatalismo, su
lenguaje de desgreñada belleza, sus sugestivas imágenes en que alterna la violencia
con la melancolía, sus caídas en el misticismo —que chocan inesperadamente con
un escepticismo brutal y despiadado—, su omnipresente ternura, sus personajes
desventurados y
en pugna con su propia inferioridad y su
destino.
Salvo alguna evasión hacia un humor
sardónico, O'Neill es un trágico. Tiene, como pocos, el sentido esquiliano de
la vida. Sólo excepcionalmente escribe una comedia riente —¡Ah soledad!—
o una sátira —Los millones de Marco Polo——, que iluminan como un
relámpago risueño su mundo sombrío y lacerante. Para él, la vida es un
espectáculo trágico en que es forzoso aceptarlo todo, recibir todas las cartas:
tal es la regla del juego. El amor, el odio, la traición, la deformidad espiritual,
la codicia, son en su teatro los elementos de una concepción patética del
mundo. Entre sus meandros sombríos, entre sus sinuosidades siniestras, surge el
lirismo de una voz pura, el canto de la esperanza, el faro de una ilusión.
O'Neill ama a sus agonistas y se compadece de
ellos: lo mismo cuando se trata del mediocre y mezquino Billy Brown que del
apasionado Dion Anthony. No tiene predilección por los santos, los puros, los hermosos;
casi diríamos que prefiere a los desdichados, a los míseros, hasta a los
canallas, porque sabe que necesitan más amor, que son viles porque alguna vez
les hizo falta amor y no lo tuvieron. Esa ternura inmanente es la tónica
profunda y confortante que alienta en el teatro de O'Neill y le da tan peculiar
seducción. Cuando la Emma Crosby de Distinto se debate en el laberinto
del sexo y concluye por extraviarse, ese acento tierno y compasivo se percibe
en cada una de sus frases doloridas; cuando Jim Harris clama por un poco de comprensión
para evadirse de la jaula oprimente de su piel, O'Neill le tiende la mano
cordial que le niega Ella Downey; cuando Anna Christie intenta rescatar su alma
de una vida abyecta, encuentra piedad y aun amor. O'Neill no le niega a nadie
ese consuelo: hasta dice, en una de sus obras: «Hacen falta muchas clases de
amor para hacer un mundo.»
En todo su teatro sobrevuela, como un pájaro
agorero y siniestro, la idea de la fatalidad: todo está predeterminado. Pero el
soplo de lo inevitable no es allí un determinismo artificioso e impuesto, sino
que deriva de la línea psicológica de sus personajes. Se trata, pues, de un
mero reconocimiento de lo que contienen en potencia los personajes. Para
O'Neill no existen el bien y el mal, como tampoco la belleza y la deformidad.
Los hombres son como son, la vida es así, todo sólo es hermoso y fuerte cuando
es natural, cuando está librado a sus instintos, cuando no desvirtúa su raíz,
su esencia.
La temática de O'Neill es amplísima, ya que
le atraen irresistiblemente todos los grandes problemas que desasosiegan el
alma del hombre: la concepción, la muerte, la fugacidad del tránsito humano por
el mundo, la doble carátula enigmática del amor, la incomprensión que existe
entre los hombres, la estéril lucha de los apetitos, la creación y la necesidad
de realizarse. Pero quizá el tema favorito de O'Neill sea el de la
personalidad: la personalidad desintegrada y lacerada de El gran dios Brown, el
presentimiento de la personalidad en El mono velludo, la personalidad humillada
en Anna Christie, la personalidad que intenta realizarse en Todos los hijos de
Dios tienen alas. Este tema ronda obsesivamente sus dramas y ello es natural,
ya que ha inquietado con su enigmático planteamiento a muchos grandes artistas,
de Shakespeare a Pirandello, de Goethe a Unamuno.
Así como O'Neill tiene su temática propia, su
coto de caza donde captura grandes presas del alma, así también se ha forjado
su método propio. Fue a buscarlo a la antigüedad helénica, pero para adaptarlo
a sus modalidades, a sus necesidades expresivas. Su mayéutica, su sistema
socrático de arrancar la verdad profunda a sus criaturas, es la llamada
«gimnasia de desenmascarar», que preconiza como un recurso eficaz para vencer
las limitaciones realistas de la escena, los convencionalismos del teatro
contra los cuales luchó durante toda su vida.
Muchos de sus personajes usan máscaras, y
éstas suelen alcanzar las dimensiones de un verdadero personaje. ¿Qué máscaras
son éstas? ¿Tienen algún parentesco con las rígidas de la tragedia griega? En absoluto.
Para O'Neill, superan su condición de recurso material a fin de trocarse en
símbolo y en muralla conceptual que separa a los personajes, subrayando la
incomunicación existente entre sus espíritus. No pretenden, pues, inspirar
repulsión o piedad o terror, para llegar a una catarsis purificadora, como en
la tragedia helénica, sino que encarnan la instintiva defensa del hombre frente
a la vida, la evasión del yo hostilizado por el medio, la protección de nuestra
intimidad, la contradicción entre el pensamiento y la acción, entre la esencia
y la apariencia. Las máscaras son
simplemente uno de tantos recursos audaces a que apela O'Neill para ejecutar
sus planes dramáticos. También utiliza con notable precisión y eficacia el
aparte, al desdoblar las frases de los personajes. Este monologar
deliberadamente arbitrario de sus personajes, toda una técnica novelística
moderna, está grávido de asociaciones ocultas. Evoca a Joyce, a Freud y a Jung
en la inconexión de las imágenes y el encadenamiento de los recuerdos.
En ese mundo de la fatalidad y señalado por
la tragedia, en ese ámbito o'neillano en que las almas de los condenados giran
en una zarabanda infernal, como en un círculo dantesco, todos se conocen, todos
están unidos por una angustiosa coyunda. Allí, ni el fracaso ni el desencanto
ni la mediocridad o la abulia o el desenfreno o la pasión culpable son un
estigma. Se ama, se fracasa y aun se mata como un azar más del juego vital, como
un elemento inevitable en la mecánica del mundo. Diríase que todos son
hermanos, los débiles y los fuertes, los inocentes y los malditos, los audaces
y los tímidos; todos están ligados por una extraña sangre, por una levadura de
amor y de sueños lapidados. O'Neill traza magistralmente los caracteres,
sostiene con firmeza su línea estructural hasta el fin y lleva sus procesos hasta
las últimas consecuencias: Ella Downey odia a Jim Harris triunfante y le ama
débil y vencido, y alcanza la felicidad destruyendo al hombre amado. Pero, naturalmente, al dramaturgo
norteamericano también le interesa perfilar tipos, esencia de todo teatro
simbolista, y el de O'Neill lo es, por excelencia. Un simbolismo sin
esfumaturas, sin tonos desvaídos, desde luego. Ni la imprecisión deliberada de
Maeterlinck, ni la vaguedad lírica de Lord Dunsany. Trazos fuertes, pinceladas firmes.
El teatro de O'Neill es una lucha permanente
entre el paganismo panteísta y el misticismo. Estos dos impulsos siempre están
en pugna, y de su restallante choque surgen el apasionado acento, la vibración
y el hondo lirismo del escritor norteamericano. En O'Neill siempre existió un místico
agazapado; pero ese místico nunca pudo domar y frenar la violencia dionisíaca
del hombre de turbulenta vida, del hombre que conoció todos los infiernos del
mundo y del alma; y más de una vez, tuvo que transigir con él. Por eso, en sus
dramas se entremezclan en singular y fascinante promiscuidad los acentos místicos
con los terrenos.
En O'Neill, el impulso poético domina y
señorea el rumbo ideológico. El lírico y el hombre de teatro avasallan al
pensador. O'Neill jamás busca soluciones ni las propone: plantea problemas,
enigmas, enfrenta a los seres humanos con sus dilemas más desgarradores. Pero
siempre el vehemente impulso lírico supera a la razón, el testimonio de los
sentidos vence al frío examen intelectual. O'Neill es un apasionado, un
apasionado por la vida. Necesita embriagarse, perder la serenidad y la mesura,
porque él y sus entes viven en un ámbito de vibración permanente. ¿Cómo logra,
en ese clima de exaltación dionisíaca, mantener el equilibrio y la línea psicológica
de sus personajes y no desvirtuar la lógica rigurosa de sus dramas? He ahí el
secreto de su arte: precisamente porque consigue conservar la serenidad al
perderla, porque se mantiene sobrio cuando está ebrio, porque jamás olvida las
exigencias del teatro en plena embriaguez lírica, por esa maestría suya de
hacer estable y sólido un equilibrio difícil y precario, O'Neill es un gran
artista.
El elemento nuclear de su teatro es, por lo
demás, su concepción trágica del mundo como una serie de esferas espirituales
aisladas en que los seres humanos se mueven y obran y piensan sin comprender,
con mutua desconfianza y aun con hostilidad. Para el dramaturgo, cada personaje
lleva en sí un mundo interior que se basta a sí mismo, tan completo, integral y
lógico en su coherencia, que ignora casi la existencia de otros mundos
paralelos. O'Neill, como Crommelynck y Sarment, cree que el hombre no logra
perderse en la multitud, indiferenciarse,
porque es demasiado distinto, está eternamente aislado y a distancia de
los demás. Este arraigado individualismo del autor norteamericano se traduce en
la «incomunicabilidad» de los espíritus, que se hablan en lenguaje cifrado.
¿Quién posee la clave de ese lenguaje? Quizá ni siquiera el propio creador de
esos personajes, puesto que, al darles forma, los ha predestinado a un
perímetro infranqueable, a un destino, a una soledad eterna. Precisamente esto
induce a O'Neill a enmascarar a sus personajes: la máscara es la valla, el muro
divisorio, el deslinde de estos mundos antagónicos, hostiles, distintos.
Por eso, el individualismo a ultranza que
vibra en todos sus personajes refleja el temperamento del creador, a quien le
interesan más los derechos del hombre aislado, en función del yo, que los del
hombre en función de la masa. A O'Neill
nada humano le ha sido nunca extraño, y a ello se debe lo perdurable de su
arte. No hay en él, nunca lo hubo, ni sombra siquiera de narcisismo, como se
advierte en ese drama. Al reconocer en sí mismo los dispares elementos propios
de todo ser humano, el mal y el bien, la bondad y la intolerancia, el amor y el
odio, prueba una vez más que sabe huir de todo esteticismo estéril y negativo
para identificarse totalmente con las pasiones del hombre y revelarlas en su
autenticidad, sin pretender velar su deformidad…