JESÚS,
LA FIGURA CENTRAL
Grecia
tuvo en Sócrates al hombre más sabio y heroico del mundo antiguo;
el mundo naciente tuvo su modelo de pureza y sacrificio en Cristo. El
primero representa la última dimensión humana de un saber alcanzado
con el solo ejercicio de la razón investigadora: el segundo
sorprende por su conocimiento penetrante del corazón ajeno y su
innato sentido de justicia.
Uno
y otro subvierten la escala de valores, las costumbres y la legalidad
oficiales. Uno y otro aceptan sus destinos trágicos sin negar ni
envilecer sus enseñanzas y sin renunciar a la manifestación de sus
palabras activas. Pero Sócrates es la clarividencia de los límites
humanos; Cristo, el afán por sobrepasarlos. El sacrificio de
Sócrates es un imperativo moral; el de Cristo, ofrenda y entrega
gratuita. El primero ayuda a distinguir el bien, la belleza, la
justicia; es un enamorado del pensamiento y del poder del Logos. El
segundo, lo encarna. Sócrates muere ejemplarmente, atestiguando la
grandeza del sabio consecuente con su práctica. Cristo suscita
prosélitos (seguidores), promueve mártires y despierta una nueva
piedad. Un rasgo común los hace igualmente excepcionales y
admirables: ambos fueron ágrafos, es decir, nunca escribieron. Sólo
Cristo una vez, en excepción que confirma la regla, escribió. Pero
lo hizo sobre la tierra. (Juan 8: 1-11).
Sócrates
es hombre de un solo nombre y sólo por él se lo conoce; Cristo
admite pluralidad de nombres, cada uno de los cuales señala un
atributo revelado en sus obras o en sus palabras. Es por lo pronto el
Mesías, el Salvador, el Redentor. Sus contemporáneos le llamaban
Rabbin Jesús; los romanos, el Nazareno; sus vecinos, perplejos,
hablaban del carpintero, hijo de María que se había vuelto
predicador.
Fray
Luis de León, en un libro insuperable discurre sobre catorce nombres
y da nutrida explicación de cada uno. Tal multiplicidad admite
términos opuestos: Cristo es llamado Brazo de Dios, justiciero y
fuerte; y es también Cordero, paciente y frágil víctima
propiciatoria. Examinada con atención,
su
historia parece tejido de contradicciones. Nació en un pesebre, su
cuna fue humilde, su padre, un obrero; pero él tomó para sí la
misión de redimir a todos los hombres.
Su
pueblo esperaba un salvador y un rey que lo elevase por sobre los
demás pueblos; pero su poder no compitió con los poderes terrenos y
su reino, según proclamó, no era de este mundo. Observó recta
conducta, fue de trato bondadoso, alentó al pobre, al débil, al
enfermo; pero despertó envidias feroces y fue blanco de la calumnia
y de la traición. Decía ser testigo de la gloria divina pero
recibió burlas, escarnio y tortura. Al fin, el amado por los pobres
y los simples, y aborrecido por los doctores de la ley, fue condenado
a esa muerte por crucifixión que la justicia imperial reservaba para
los revoltosos y los delincuentes. La historia entera del pueblo de
Israel se orientó en el sentido mesiánico. Cada episodio contuvo
una expectativa del deseado Mesías salvador.
El
Pentateuco lo previó, los profetas lo proclamaron, los reyes le
aguardaron, los hombres y las mujeres auscultaron su venida. Pero
cuando ese carpintero, hijo de carpintero salió al mundo, fue piedra
de escándalo. Conspiraron contra él y obtuvieron su condena a
muerte. Muchos lo tuvieron por profeta, y como a tal le escucharon y
siguieron.
Su
prédica ganó adeptos, pero también adversarios. Su sola presencia
impuso un compromiso. Conociéndolo, nadie pudo esquivar la opción:
había que estar con él o en contra de él. Ninguna otra figura
profética del A.T. adquiere esa contundencia. Ninguna impone
decisiones tan radicales ni consecuencias tan abundantes y severas.
La sola lectura de las páginas neo testamentarias que cuentan su
historia basta para entenderlo así.
Son
sus enemigos la hipocresía y el fariseísmo. Le atacan porque
comparte sus horas con los extraviados, acompaña a los publicanos1
y perdona a los pecadores. Cura en sábado –día sacro
consagrado al reposo-se empeña en regenerar a los que el mundo
consideraba perdidos, exalta la limpieza de corazón y la inocencia
de las intenciones. No se ha de vivir-advierte-como sepulcro
blanqueado, reluciente por fuera pero lleno por dentro de
podredumbre. No matarás, dijo la Ley, pero él dice que aquel que
concibió un mal pensamiento contra su hermano, será reo delante del
tribunal. Pone en su lugar a la ley mosaica (ley de Moisés),
haciendo de ella no un instrumento de opresión sino de salud
interior y de libertad.
Enseña
que el dios terrible y adusto del A.T es el padre pródigo en amor
cuyo reino en todo momento y en todo lugar, anuncia. Pues no tiene
otro norte su ministerio sino la misericordia divina.
Se
hace uno con el pobre y con el que vive de su jornal.
El
rostro del esperanzado puede ser el suyo y también la alegría del
que ha obrado bien. Suyos son los rasgos del hombre sufriente, porque
en cada padecimiento está su padecer y en cada agonía, su propia
agonía.
Es
el prójimo por autonomasia, el desvalido que pide amparo y aún el
harto y el satisfecho a quien es necesario emancipar del egoísmo o
del hastío. En el silencio de cada hombre golpeado por otros hombres
está su silencio ante los flageladores romanos. En el estertor de
cada moribundo están sus palabras en la cruz “¿Por qué me han
desamparado?”(San Mateo, 27:6)
De
PATERNAIN, Alejandro. Información
sobre el Nuevo Testamento. Editorial
Técnica s.r.l Nº 35 – Manuales de Literatura
- 1Judío que cobraba impuestos, eran odiados y temidos por el pueblo.